UNA REFLEXIÓN PARA LA SOLEMNIDAD DE CORPUS CHRISTI
Por Card. Joseph Ratzinger*
¿Por qué hay realmente tanta hambre en el mundo? ¿Por qué
hay niños que tienen que morir de hambre, mientras que otros se ahogan en el
exceso de abundancia? ¿Por qué siempre el pobre Lázaro, olvidado, tiene que
esperar ansiosamente para recoger las migajas del libertino rico, sin poder
atravesar el umbral? Ciertamente no por el hecho de que la tierra no pueda
producir pan para todos. En los países de Occidente se calculan cuotas para la
destrucción de los frutos de la tierra, para sostener los precios, mientras que
en otros lugares muchas personas mueren de hambre. La razón humana siempre es
más creativa para descubrir medios de destrucción que para encontrar nuevos
caminos para la vida; es más creativa para hacer presente en todos los rincones
apartados del mundo y en forma cada vez más variada las armas de destrucción,
que para ofrecer pan en esos lugares. ¿Por qué todo esto? Porque nuestras almas
están subalimentadas, porque nuestro corazón está enceguecido y endurecido: el
corazón no indica el camino al entendimiento. El mundo está en desorden, porque
nuestro corazón está desordenado, porque le falta el amor que podría mostrar el
camino hacia la justicia.
Si reflexionamos sobre todo esto, entonces entendemos las
palabras de la lectura del día de hoy, palabras que el Señor opuso a Satanás,
cuando éste le exigía que transformase las piedras en pan: «no sólo de pan vive
el hombre, sino de toda palabra que sale de la boca de Dios» (Mt 4,4). Para que
haya pan para todos, primero tiene que ser alimentado el corazón del hombre.
Para que haya justicia entre los hombres, la justicia tiene que crecer en los
corazones, pero ella no crece sin Dios y sin el alimento fundamental de su
Palabra. Esta Palabra se ha hecho carne, se ha hecho hombre, para que podamos
recibirla, para que nos pueda servir de alimento. Por eso el hombre tiene que
hacerse pequeño, para que pueda llegar a Dios. Dios mismo se ha hecho pequeño,
para que él pueda ser nuestro alimento y para que podamos recibir amor de su
amor y el mundo se convierta en su Reino.
En este contexto se celebra la fiesta de Corpus Christi. Por
las calles de nuestras ciudades y pueblos llevamos al Señor, al Señor hecho
carne, al Señor convertido en pan. Lo llevamos en la vida cotidiana de nuestra
vida. Estas calles tienen que ser su camino, ya que él no tiene que vivir
encerrado en los sagrarios junto a nosotros, sino en medio de nosotros, en
nuestra vida diaria. Él tiene que ir donde vamos, tiene que vivir donde
vivimos. El mundo y la vida cotidiana tienen que ser su templo. Corpus Christi
nos indica lo que significa comulgar: tomarlo, recibirlo con todo nuestro ser.
No se puede comer simplemente el Cuerpo del Señor, como se come un trozo de
pan. Sólo se lo puede recibir, en tanto le abrimos a él toda nuestra vida, en
tanto el corazón se abre para él. «Mira que estoy a la puerta llamando», dice
el Señor en el Apocalipsis. «Si uno me oye y me abre, entraré en su casa y
cenaremos juntos» (Ap 3,20). Corpus Christi quiere hacer audible esta llamada
del Señor también para nuestra sordera. Mediante la procesión golpea
sonoramente en nuestra vida cotidiana y ruega: ¡Ábreme, déjame entrar!
¡Comienza a vivir por mí! Esto no acontece en un momento, rápidamente, durante
la Misa para luego desaparecer. Este es un proceso que traspasa toda época y
todos los lugares. Ábreme -dice el Señor- así como yo me he abierto para ti.
Abre el mundo para mí, para que yo pueda entrar, para que yo pueda hacer
radiante tu razón oculta, para que pueda superar la dureza de tu corazón.
Ábreme, así como he dejado abrirse mi corazón para ti. Déjame entrar. Él lo
dice a cada uno de nosotros, y lo dice a toda nuestra comunidad: déjame entrar
en tu vida, en tu mundo. Vive por mí, para que ella se haga realmente viviente
-pero vivir significa siempre entregarse una y otra vez-.
En consecuencia, Corpus Christi es una llamada del Señor a
nosotros, pero también un grito de nosotros hacia él. Toda la festividad es una
gran oración: date a nosotros, danos tu pan verdadero. Corpus Christinos ayuda
también a entender mejor la oración del Señor, es decir, el Padre Nuestro como
la oración de todas las oraciones. La cuarta petición, la petición del pan, es
como la articulación entre las tres peticiones orientadas al Reino de Dios y
las tres últimas, que se aplican a nuestras necesidades.
Esa cuarta petición une ambos grupos de peticiones. ¿Qué es
lo que pedimos en ella? Ciertamente, el pan para hoy. Es la petición de los
discípulos, quienes no viven de cálculos y capitales, sino de los bienes
cotidianos del Señor y que por eso tienen que vivir intercambiando con él,
contemplándolo y confiando permanentemente en él. Es la petición de los hombres
que no acumulan grandes posesiones y que no pretenden darse seguridad a sí
mismos, de los hombres que se satisfacen con lo necesario, para poder dedicar
tiempo a lo verdaderamente importante. Es la oración de los sencillos, de los
humildes, la oración de aquéllos que aman y viven la pobreza en el Espíritu
Santo.
Pero la petición va todavía hacia algo más profundo, puesto
que la palabra que traducimos por «cotidiano» no nos es conocida en griego:
epiousios. Es una palabra del Padre Nuestro, y significa muy aparentemente al
menos también (aunque los eruditos pueden discutir también sobre su sentido):
danos el pan de mañana, justamente el pan del mundo venidero. Estrictamente
hablando, es solamente la Eucaristía la respuesta a aquello que significa esta
misteriosa palabra epiousios: el pan del mundo venidero, pan que ya nos es dado
hoy, para que ya hoy el mundo venidero comience entre nosotros. Así, gracias a
esta petición, la oración que pide que el Reino de Dios venga a nosotros, tanto
en la tierra como en el cielo, adquiere un sentido concreto y práctico, porque
mediante la Eucaristía el cielo viene a la tierra, el mañana de Dios viene hoy
e introduce el mundo de mañana en el mundo de hoy. Pero también las peticiones
en torno a la redención de todos los males, de nuestras culpas y del peso de la
tentación están resumidas prácticamente allí: danos este pan, para que mi
corazón esté despierto para resistir al mal, para que pueda distinguir entre el
bien y el mal, para que aprenda a perdonar, para que se mantenga fuerte en la
tentación. Sólo si el mundo venidero se hace presente hoy, sólo si el mundo
comienza ya hoy a hacerse divino es que se hace verdaderamente humano. Con la
petición del pan vamos al encuentro del mañana de Dios, vamos al encuentro de
la transformación del mundo. Con la Eucaristía vamos al encuentro del mañana de
Dios, para que su Reino comience ya hoy entre nosotros. Y no olvidemos por
último que todas las peticiones del Padre Nuestro se expresan con el pronombre
«nosotros», porque nadie puede decirle a Dios «mi Padre», excepto Jesús. Todos
nosotros solamente podemos decir «Padre Nuestro», por eso tenemos que rogar
siempre con los demás y para los demás, desprendernos de nosotros, abrirnos, y
sólo en tal apertura rezamos correctamente. Todo esto está expresado en el estar
en camino con el Señor, lo que en cierta manera es el signo particular del día
de Corpus Christi.
Cuando el Señor concluyó su discurso eucarístico en la
sinagoga de Cafamaum, muchos discípulos se alejaron de él, porque todo lo que
había dicho allí era muy duro, muy enigmático para ellos. Ellos querían
simplemente una solución política, todo lo otro no era lo suficientemente
práctico para ellos. ¿No es así también hoy? ¿Cuántos se han alejado en el
curso de los últimos cien años, porque Jesús no era lo suficientemente práctico
para ellos? Ya vimos lo que ellos han llevado a cabo posteriormente. Si el
Señor hoy nos pregunta aquí quién quiere también alejarse de él, en este día de
Corpus Christi queremos responder junto a Simón Pedro y con todo el corazón:
«Señor, ¿a quién vamos a ir? En tus palabras hay vida eterna, y nosotros ya
creemos y sabemos que tú eres el Consagrado por Dios» (Jn 6,67 y ss.). Amén.
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