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domingo, 21 de noviembre de 2010

MONJA DE CLAUSURA ORDEN DE PREDICADORES

De su diario de nuestra Hermana blogger Cecilia

una Novicia de clausura les comparto :

viernes 15 de octubre de 2010


No. 34: Vuestra soy...

Ya ha pasado la tormenta. O la primera tormenta. Me encuentro feliz y en abundante paz. Disfrutando cada día lo que me regala mi Padre: a veces mucho trabajo, a veces días de descanso, a veces risas sin parar, a veces silencio para amar.

Digamos que este es el momento donde puedo cerrar los ojos y sonreir porque esto es lo que mi Amado y yo queremos. Donde puedo suspirar sin ningún motivo aparente, aunque en el fondo sé que si hay una Razón que me hace suspirar cada día, que me hace levantarme aunque haga mucho frío; que me hace poner orden en mis cosas; que me hace querer ser mejor, para Él.

Este es el momento de nuestra relación en que me siento recostada sobre su pecho, y con la certeza de que ése lugar es mío para siempre; que nada ni nadie puede moverme de allí, porque Él me ama y yo lo amo, imperfectamente, pero lo amo.

El momento en que las cosas cambian de perspectiva, adquieren un significado nuevo, distinto, mejor. En que sé que el tiempo es poco para lo que se me ha pedido: amar; y por lo tanto no hay tiempo que perder.

Me siento mimada por Dios. Amada por Él. Y para siempre suya. Sin más que responder que lo mismo que Santa Teresa de Jesús: "Vuestra soy, para vos nací: ¿Qué mandáis hacer de mí?".

Gracias Dios mío por tu generosidad, por el regalo de mi vocación, por tu compañía a cada minuto. Porque cuando creyendo que te iba a dar algo, fui quien recibió todo. Te amo.

Fiel y feliz, en Cristo y San Agustín.

viernes 24 de septiembre de 2010

No. 33: De Getsemaní al Tabor

¡Qué difícil es estar lejos de lo que uno ha amado toda la vida! ¡Qué martirio tan grande! El Señor me ha permitido padecer un poquito de su soledad en el Monte de los Olivos...

Esta primera semana en Querétaro fue una de las pruebas más grandes de mi vocación. Ya se los había dicho en la entrada anterior, pero me quedé corta.

Durante el día, los ratos en comunidad, podía sentirme dichosa, feliz y agradecida con nuestro Padre por el regalo que me ha hecho al llamarme a la vida religiosa; pero los momentos de soledad, en mi habitación, eran realmente dolorosos. Sólo hacía cerrar la puerta para que me asaltaran ferozmente los recuerdos y el anhelo de mis amados.

No podía dormir porque la melancolía no me lo permitía. En más de una ocasión quise salir corriendo, dejarlo todo y volver a aferrarme a los míos para siempre; quería gritar, llorar, volver, pero ninguna de estas podía. La última por la Gracia de Dios, que otorga la capacidad de resistencia. Las dos primeras por razones que yo misma desconozco, aunque lo cierto es que había pedido tanto al Señor que sellara mis lágrimas, que a lo mejor creó un muro de contención infranqueable en mis lagrimales. No podía, aunque lo deseaba, desahogarme a través del llanto.

Sábado y domingo me destrozaron. Me sentía muerta en vida; durante esos dos días estuve como sonámbula, reaccionando por la fuerza que la gravedad ejerce sobre mí. Era terrible. Lo único que me sostenía era la convicción de que "iba a pasar", como suelo decir ante las situaciones adversas: PASARÁ. Pero mientras tanto seguía sumida en una tristeza desesperantemente asesina.

El domingo en la tarde fuimos a misa. Sentía que podía estallar en cualquier momento, que no resistiría ni un segundo más... Fue sin duda la Eucaristía más triste de toda mi vida. "Padre, si quieres aparta de mí este cáliz", ¡Qué duro debió ser para Jesús aquella soledad! Sentirse abandonado por todos, por los amigos, incluso por el Padre. Esa sensación de estar a punto de hacer algo que no tienes la certeza de que servirá para algo y que dudas profundamente de que quieres hacerlo. Getsemaní.

Al concluir la cena me dirigí, una vez más, a nuestra capillita. Era el único sitio en el que podía estar. Me tumbé en el suelo, frente al Sagrario y mirándolo fijamente creo que dije: "ya no puedo más". No podía, no sólo con la tristeza por estar apartada de mis seres queridos, sino con el abatimiento que me producía sentirme así cuando se nos repite tantas veces en la Escritura "Estad siempre alegres". Sentía (y para mí es así) que mi tristeza era una ofensa grave a Dios.

No recuerdo exactamente cuál fue mi oración, pero sé que pedí liberación. Soltar las cadenas sentimentales que me provocaban ese estado, y me retracté de la fortaleza que había pedido para evitar llorar.

Fue como si se abrieran las compuertas de una represa. Lloré. Amargamente. Profundamente. Desconsoladamente. Salieron las lágrimas reprimidas en las despedidas, por las cartas, por los abrazos, por mami, por papi, por no mirar atrás en el aeropuerto, por todos a quienes dejé allí. Por mi falta de fe. "Señor, soy incapaz de hacer lo que me estás pidiendo". Y lloré por ello también.

Entre lágrimas escuché el timbre del teléfono y el corazón me dio un salto, como si supiera que aquella llamada era para mí. Pero no me avisaron. En pocos minutos sonó el teléfono y nuevamente tenía la certeza de que era para mí, y ciertamente que lo era. Salí de la capilla sin reverencia, como un rayo, no sin antes preparar mi voz para que mi interlocutor no se diera cuenta que estaba llorando.

De la conversación no recuerdo mucho. Pero en toda mi vida será inolvidable la canción que escuché del otro lado del auricular. No se escuchaba muy claro, pero, aunque no recordaba el título, yo sabía qué canción era y lo que decía:

"Señor, tengo miedo a responder a tu voz
que ha calado en lo profundo de mi ser.
No sé cantar ni sé rezar, no sé cómo responder
a tu voz, escúchame, escúchame Señor.

Hijo mío eres de mi propiedad, te he llamado
desde la eternidad. No tengas miedo de entregar
tu corazón a mi voz, escúchame, escúchame mi amor.
Si atraviesas por las aguas yo estaré contigo ahí
y si cruzas por el fuego no arderás, porque mi mano
te protegerá, escúchame, escúchame mi amor.

Padre mío soy tuyo nada más,
me has llamado desde la eternidad.
Avanzaré y no temeré pues a tu lado estaré
Aquí estoy Señor envíame
Aquí estoy Señor envíame
Aquí estoy Señor envíame"


La tararee entre lágrimas. Fue como si mi Señor me abriera el pecho y con sus tiernas manos vendara mi corazón herido: "Te he llamado desde la eternidad", "Escúchame mi amor". No se como no me desmayé en ese instante.

La conversación terminó y volví a la capilla. Ahora no podía siquiera mirar al Sagrario. Me sentía avergonzada, y una vez más, indigna de recibir tantas Gracias de mi Padre. Pero también me sentía en profunda paz. Con la cabeza gacha, me dejé amar.

A diferencia de los días anteriores, sólo hice caer en la cama para dormir profundamente, y así ha sido desde entonces. Ha dejado de dolerme la distancia; recuerdo, sí, a mis amados, pero con mucha alegría; con la alegría y el entusiasmo de Pedro: "¡Señor, qué bien se está aquí!". Tabor.

¡Qué bien se está Señor cuando Tú estás conmigo! Gracias por confirmarme siempre tus deseos, pues el mío es únicamente hacer tu Voluntad. Gracias por no dejarme en el dolor y transfigurarlo en felicidad.
Que con tu Gracia pueda estar lista para cuando sea necesario volver a Getsemaní, pues las Gracias, como dijera alguien en un libro, a veces vienen en forma de Cruz. Siempre tuya, desde y para la eternidad. Te amo

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